lunes, 31 de diciembre de 2018

Nos enseñaron


Nos enseñaron a odiarnos en el hacinamiento del metro. Mientras aparcábamos en un desguace nuestros viejos coches, los herederos de las fortunas podían acceder a la Gran Vía en sus flamantes tanques que ocupaban dos carriles. Ya los pobres no contaminaban.

Los trenes, sin embargo, no llegaban a las montañas más hermosas.

Se acababa el año y el silencio del metro en las mañanas, camino del trabajo, continuaría siendo el mismo. La mansedumbre débil de exponerse a algún terror inesperado.

El metro se vaciaba llegando a la periferia y dos chicos negros y sucios, entraban en el vagón, violentos y asustados a partes iguales. Olían a piso de acogida las bolas del lavado de su chándal. El grande abrazaba al pequeño y las gentes al trabajo se enternecían en el abrazo y desconfiaban de los rostros heridos, a partes iguales.

Se abrieron las puertas y un empujón apresurado los separó para buscarse en el andén. Violentos y asustados como todos los habitantes del vagón, se encontraron.

Se acercaba el metro al mar donde la contaminación tiznaba los coches que no dormían en la calle. Les perdí la pista a los chavales.

Alguien me empujó violento para no perder el metro que ya había perdido. Nos enseñaron a odiarnos en la prisa.

Los trenes seguían sin llegar a las montañas más hermosas. El silencio del metro en las mañanas, camino del trabajo, continuaría siendo el mismo.

jueves, 26 de julio de 2018

Transfiguración


Suelto el broche de mi pelo
y sobre mis pechos dormidos
cae el peso de una enredadera.

Te gusta descubrirlos en su versión indígena,
prefieres eso a la evidencia efímera
de la transparencia.

Crees alcanzarlos pero son de viento
y el cabello cómplice
desciende por el vientre,
se enreda con el vello
y una fuerza centrífuga me abraza;
sostiene mis senos,
oculta mis nalgas
y abriga el secreto.

Soy el capullo de un gusano de seda
que pugnas desesperado por deshilachar
para besar mis pechos
y arañar los labios.

Pero solo cuando,
                        convertida en mariposa
los descubro,
puedes saciarte.

Mi sexo ha dado a luz,
brota miel
y te deleitas.

Alzo los brazos y coloco el broche en mi pelo,
me abro en el espacio,
te cubro con mis alas.

Ahora es tu vello el que se enreda
y he de morder las hebras para descubrirte.



viernes, 6 de julio de 2018

Compartimentos estancos


El mundo funciona en compartimentos estancos.
Un niño llora en el carro empujado por su madre. La mama tiene que ir a trabajar.

A la tarde nos vemos.

Naces carne y llanto y te conviertes en horario y esperas.
En la luz recién estrenada del día, las horas son una conversación amable.

Y en la noche, de las sombras surgen los buitres, los pobres más pobres del sistema lloran empujando un carro por lograr el mejor despojo de las sobras del súper de enfrente.

Entre las dudas que se esfuman con las prisas, te engañan para que no percibas que tú también andas subido encima de un carro esperando las palabras:

A la tarde nos vemos.

En compartimentos estancos para que su barco flote.

sábado, 24 de febrero de 2018

Sobre la importancia


Hoy he escuchado a una niña decir que su madre tenía un trabajo importante. Y es cierto, lo tiene; intuyo que, al menos, garantiza que no le falte de nada y me alegro de corazón por ello. Me ha enternecido su inocencia, esa visión infantil sobre el lejano mundo de los adultos. Como cuando yo era pequeña y me imaginaba que de mayor llevaría traje chaqueta y un maletín, no sé muy bien por qué, si ni siquiera sé andar sobre unos tacones, que es lo que se lleva con un traje. Con el paso del tiempo, resulta que lo que más me gusta hacer es escribir poemas y ver el mar.
Siguiendo con la niña, me hubiera gustado decirle que todos los empleos lo son, importantes, que deberían serlo, para vivir y ser felices al salir cada día de casa, esa casa que no debería costar la vida habitar. Y sí, me he referido a la felicidad, ese concepto que parece relegado a la autoayuda o a una frase en una taza. Llevar una existencia feliz radica en el propósito, ese que te roban cada vez que te explotan. Que hacer reír, por ejemplo, es un buen trabajo, y preparar una habitación de hotel, limpiar un despacho, enseñar en una escuela, aprender urdú para enseñar catalán, coser, cocinar, construir, pulir suelos, pintar, en fin, una lista larguísima. Y que tal vez lo importante de un trabajo debería ser habitarlo sin temor y tener tiempo para ver el mar y escribir poemas (sin miedo a decir algo prohibido), sin miedo a no poder pagar el alquiler, sin salir demasiado triste como para manifestarte si acaso ese trabajo no tiene en cuenta lo importante que eres solo por estar aquí y no te garantiza, no solo lo básico, sino más, para poder vivir.
Me hubiera gustado hablarle de la alienación, del cansancio, del alquiler, de los barrios, y de lo poco importantes que somos cuando ya no trabajamos, cuando llega el momento de vivir de lo sembrado, de ver crecer a los nietos, sin miedo, sin apuros, de recordar con orgullo qué trabajo tan importante llevamos a cabo en nuestra juventud, qué importante es la vida que podemos contemplarla maravillados, a pesar de lo impensable.
Pero no se lo he dicho aunque he escrito esto porque mientras pensaba en ella, nubes negras rugían por todos lados; en el autobús, en la panadería, por las calles. Nubes que sonaban a hijos desempleados y a contratos de alquiler cumplidos. Nubes que empezaron a desencadenar en tormenta de amados viejos luchando en las calles. Y los hijos, y los nietos, importantes, con maletín o escoba, importantes.
Y esa niña me decía que su madre lo tenía, el trabajo importante, aunque en sus ojos, además de la inocencia, he descubierto también un primer atisbo de miedo.

jueves, 8 de febrero de 2018

Vivirse


                Hoy ha sido un día extraño. Los niños en la escuela se aferraban a los vidrios de las ventanas, lidiando con brazos y codos, para mirar el techo de un coche que se había detenido en un semáforo.

                — ¡Viene de un sitio donde ha nevado! —chillaban. Y querían ver los vestigios de nieve que se iban a detener dos minutos escasos en la carretera.  

                — ¿Ha nevado? —preguntaban. 

               Y querían salir y sentir el frío, porque hoy la vida no era dentro. Hoy sentirse vivo era nieve y era lluvia.

                Mucho más tarde, he visto una hoguera en una plaza. Y no me he acercado a mirar porque hoy la vida no era fuego. Hoy sentirse viva era aire.

                Y al final del día, el estruendo de unas sirenas anunciaba un incendio.

                Y yo me he tapado los oídos, porque hoy la vida no era miedo, hoy vivirse era agua.


               


domingo, 4 de febrero de 2018

Casa refractaria


El vestíbulo es la entrada árida
a la oquedad oscura
donde soñamos principios
y nos soltamos las manos
para hallar placer en el miedo
como el ansioso que practica el onanismo.

En el largo pasillo viajamos en el tiempo
y humedades antiguas mojan nuestros rostros.
Atrás quedó la urgencia en los hoteles
y cosquillear tu sexo en un rincón de la calle.
Palpamos con la mirada las probabilidades cuánticas
que tomará el deseo.

Hay un cierto alivio
en el salón desierto
y un mueble destartalado nos aterra.
Son las heridas de otro tiempo en otros cuerpos.
Y nos abrazamos asustados de nosotros mismos
consolando el yo en el yo del otro.

Giramos los rostros hacia el resto de la casa,
la excitación vuelve a encumbrar la mente.
En la cocina guisaremos
empotrando hortalizas
contra la encimera
y tal vez me atreva a probar tu guiso
suave,
tierno,
duro,
entre los sonidos a cacharros del patio de luces
y las gotas de agua repiqueteando en tu espalda.

Las camas reposan mudas
y un rubor en las mejillas
me lleva al silencioso baño,
trinchera previa al orgasmo.
El eco de nuestros pensamientos
rebota en las paredes
y, por fin, nos besamos con las lenguas.
Dos desconocidos
en las posibilidades de las horas.

Ya los tabiques sudan,
gimen las puertas.