miércoles, 27 de julio de 2016

Antes de que acabe julio, he soñado. Segunda parte y fin.

Allí me detuve un tiempo hasta que decidí proseguir el camino; comprobé la hora y pensé que, ya puestos, merecía la pena pasear por el puerto hasta la Barceloneta. Alcé la vista hacia el funicular de Montjuic y me percaté de que nunca había subido en ese cachivache y que nunca lo voy a hacer. No me fio de algo que se tambalea en el aire, de una cabina que pende de un hilo; yo, al menos, así lo percibo y la mayor parte de las cosas son una cuestión de percepción, aunque le llamen perspectiva. Con los pies en la tierra, también hay muchas estancias y permanencias que penden de un hilo. Al bajar la vista de nuevo, dejé de esquivar el recuerdo de un banco de piedra: el lugar donde me había sentado tantas veces ya no existía. El vacío donde se ubicaba sí, el vacío es inamovible. Me fui de allí enseguida, casi huyendo, por no traicionar al presente. Por suerte, hace poco un nuevo sueño parece estar poniendo la primera pieza de algo que debe estar en su lugar, aunque no sea el banco, aunque ahora sean de tablas de madera que se rompen con el tiempo.

Vi los barcos antes de percibir el olor a mar. Primero lo pensé y después percibí el aroma. Pienso que la percepción funciona así, en una espiral que se retroalimenta y en la que no se sabe qué va primero, si la lágrima o la tristeza aunque a mí en la facultad me enseñaron que primero uno llora para luego ponerse triste, al darse cuenta del húmedo y salado elemento resbalando por las mejillas.

Una paloma descansa en la sombra, así como reposan los pájaros, aplastados como cuando están enfermos o incuban un huevo. Me fascinan las aves.
El presente se cansaba de quedar relegado y apresuré el paso, me detuve ante una estatua de Joan Salvat Papasseit y después en otra titulada La parella. Sin brazos, compartían espacio, como muchos de los abrazos (losa-brazos) -me apetece jugar con las palabras- que hemos dado.
Vi los catalejos que tanto me gustaban de niña pero no miré a través de ellos. Creo que debe costar un euro hacerlo, tal vez dos. De pequeña también me irritaba que hubiera que pagar dinero para ver a través de ellos, al tiempo que me preguntaba si, mirando por el lado opuesto, podrías ver el mundo invertido o avistar, quién sabe, algún lugar imaginario, y encima, gratis. Lo intenté muchas veces, pero esta vez me dio vergüenza.

Mientras hacía fotos me sentía una turista pero no lo soy. A los turistas se los reconoce por la forma de vestir y me pregunto si nosotros, en el extranjero, nos vestimos diferente.

La vida arde y no se detiene y si no fuera por el sol, habría esquivado este alud de pensamientos o me habría vestido diferente, de turista francesa por ejemplo, para que el recuerdo no permaneciera en la ropa al volver a casa. 

jueves, 14 de julio de 2016

Principios de julio. Primera parte

Había olvidado las estatuas humanas de La Rambla, aunque olvidar no es la palabra más precisa; de hecho, había acaecido más bien un proceso de economía mental, así funcionan los recuerdos. ¿Para qué tener presentes todos los retazos de memoria? De niños, podemos subir a caballo de cualquier nube porque no nos apremia el reloj, ese que toda la vida había tenido forma de espiral para, de repente, en la edad adulta, convertirse en una carrera contra el tiempo en el que la carne y los cuchicheos se inmiscuyen en la trayectoria, como si todo lo que una vez soñaste ya no importara. Solo lo establecido, solo la biología, solo cualquier forma hostil de hipotecarse. De niños, tampoco tenemos tanto que recordar o que olvidar. Pero aquel día me daba igual todo eso, es lo que ocurre cuando el verano despunta, que las agujas del reloj pierden el norte. Me detuve a contemplar las estatuas humanas y recordé lo importante que fueron cuando era pequeña, porque eran inexplicables y porque, también, me recordaban que la vida no era igual para todos. Tiempo después su contemplación me producía una cierta tristeza hasta este día que narro en que me descubrí sorprendida por aquella especie de Cleopatra y un monstruo de fantasía. No los fotografié porque no tenía pensado darles dinero y de un tiempo a esta parte, respeto mucho el trabajo de los artistas.

Creí que había llegado el momento de marcharme. Algo me detenía y no quería volver aún a casa. ¿Cuánto tiempo hacía que no me había dedicado a vagar por cualquier sitio? Siempre pendiente de la hora. Miré un poco más allá y vi la estatua de Colón y fue como cuando era niña, cuando no sabía nada sobre imperialismo y ni siquiera podía ubicar el continente americano. Desconozco si me hablaron sobre ello en el colegio; de todas formas, en la escuela no se aprende casi nada. A leer y a escribir sí, aunque eso lo habría hecho yo de todas formas. Fue mi abuelo quien me enseñó a multiplicar, del mismo modo que obraba una mágica aritmética con el jabón de estraperlo. Colón era un dedo que salió en una serie. Pensé en el tiempo que hacía que no me acercaba por ahí y algo en mi cerebro removió la memoria para situarme de pronto en un recuerdo, en unos días que duraron años. Mis pies titubearon, además el sol rabiaba y me apabullaba del mismo modo que abría los sentidos. Crucé la calle y sin proponérmelo aterricé en mis dieciséis años. Esa fue la última vez que me senté ahí, casi puedo asegurarlo. Entre dos leones, una conversación adolescente que los tiempos nuevos han borrado. Hablábamos sobre el amor, sobre aislarse, sobre los viajes que íbamos a hacer, mientras mis ojos deambulaban por otros lugares, cercanos, de paseos tranquilos, sin más billete que la divagación. Me reafirmo en que esa es mi afición favorita. Y sospecho que hoy en día, tendría la misma conversación y mi mente viajaría por los mismos lugares.

Continuará, mientras el reloj detiene por unos días lo único importante.