Decidimos la irrealidad de los domingos, la bruma que
ocultaba las chimeneas, el humo y las fábricas, el trabajo de algunos. El sol,
en sus días, también obraba el mismo efecto.
Acordamos una tregua para las
tristezas y esa misma quietud operaba una suerte de melancolía insoportable. El
jolgorio era el de un pájaro disecado y la siesta el silencio que evidenciaba
el misterio de la vida.
Contemplar las vías era como viajar, el solo anhelo era
el deseo cumplido. Pero la niebla ocultaba las chimeneas y de algún modo al no
ser visibles, habían desaparecido. Lo que veíamos era lo que existía, aunque el
destino de las vías, a pesar de estar lejos, vivía en la retina.
No queríamos
que desapareciera el horizonte, ni el perfil característico de la ciudad, y
allí estábamos, contemplando un domingo cómo todo era tan estático que parecía
revelarnos un secreto.