jueves, 28 de noviembre de 2013

La mujer más atractiva del mundo

Sentada en un banco frente a él, la joven de largo cabello castaño, contemplaba sus uñas descuidadas. Creía que no valía la pena pintarlas para ir a trabajar, aunque, esa mañana, de modo excepcional, llevaba carmín en los labios.
            Cada día cogían el mismo tren. Sabía a cuántas personas les sucedía lo mismo, ver a alguien entre la multitud, reconocerlo, y nunca decir nada. Hay infinitos amores de trayecto. Él nunca la miraba, y ella tan solo lo hacía cuando creía no ser vista. En el vagón, una pantalla se convertía en coartada perfecta para girar el rostro.
            Pero aquella mañana, se atrevió a sonreírle. Algo en la cara de él se convirtió en el preludio de algún tipo de respuesta, una sorpresa en sus ojos, o incluso el esbozo de media cortesía. Sin embargo, una noticia en la pantalla llamó su atención.

            “S.J. es la mujer viva más atractiva del mundo”

            Él fijó su vista en la imagen, y ella desvió su mirada para curiosear. Creyó que estarían anunciando algo sorprendente. Leyó el titular. “S.J. ES LA MUJER VIVA MÁS ATRACTIVA DEL MUNDO”, esta vez con letras grandes. Lo miró a él, que se encontraba abstraído, y comprendió.

            Sacó un pañuelo de papel y borró su carmín al tiempo que se dispuso a levantarse y alejarse por el pasillo. Dudó de la realidad, y deseó romper el vidrio del televisor.
A su lado, una bella muchacha india le colocaba el abrigo a su hijito, más allá, otra mujer, que en su juventud debió ser hermosa, untaba crema en sus manos castigadas por la lejía. Pensó si acaso no eran atractivas, dudó si acaso no estaban vivas.

Tras la noticia, él volvió al vagón, y, enfrente, ella ya no estaba.

La vio alejarse, pensó que era más bonita que S.J. y que el carmín que llevaba aquella mañana la hacía irresistible y graciosa.
En la pantalla anunciaban una máquina de café. Pensó que si él fuera como el actor protagonista se habría atrevido a sonreírla.



martes, 3 de septiembre de 2013

Un breve aleteo

Releo algunas de las cosas que ella escribió meses atrás y me alegro de que haya permitido que mi voz entre en este espacio, para suavizar el muro sordo sobre el que se estrellaban sus palabras, para darle un respiro y para dármelo a mí. Ver una perspectiva diferente de mí mismo cuando sea ella quien me describa, permitirle saber que las palabras, y los hechos que encierran, se aligeran al ser pronunciadas por otro ser, y, así, entre los dos, ir trazando la ruta de vuelo.

Ha llegado septiembre y observo cómo la mujer se ha abatido en un océano de ropas negras. Negro es mi plumaje en todas las estaciones, así lo es el suyo también, aun cuando el primer lunes lluvioso del otoño la descubrí anhelando vestidos floreados y vidas vividas, al tiempo que una fuerza de la gravedad la sumía, paradójicamente, en un vértigo a las alturas.

Mis alas se despliegan en mi breve espacio, así las suyas.


Hoy, la he visto atareada, despertándose con el sol y, aún dubitativa, comenzando a andar en una nueva dirección, recordando brevemente aquello que un día le dije:


En verdad los humanos poseéis un sistema de orientación similar al de los pájaros en bandadas. No es un concepto romántico tomar como brújula el magnetismo del corazón, dejarse guiar por el ritmo de las pulsaciones, por la sensación de paz o de inquietud que te generan las decisiones en el instante de consumarlas. Tomar el cerebro como el complejo y bobo engranaje activado por los deseos.

Ningún pájaro vuela en el pasado, no por convicción espiritual, sino por una necesidad de los pulmones. Solo puedes respirar en el presente, el ser humano está diseñado para eso. Y yo también.

Así que esta mañana de septiembre, al verla salir tan temprano, creí atisbar en ella un tímido, breve y aún muy transparente, aleteo. Y supe que empezaba, poco a poco, a entender.

lunes, 19 de agosto de 2013

Primera palabra del pájaro



No soy un ave común, eso ya lo tengo claro a estas alturas, valga la palabra que, en mi caso, sirve para aludir al tiempo que se estira, más que al ascenso en vertical que no puedo alcanzar por el momento. Y hoy, en verdad, es el primer día que tomo la palabra.

Esta mañana desperté aturdido por una noche de excesivo calor, en que, mis plumas, preparadas prematuramente para el otoño que, dicen, va a llegar con adelanto, andaban estorbándome.

Traté de darme un baño y en eso estaba, cerrando los ojos en cada chapoteo, trazando en mi imaginación las gotas de un charco creado por la lluvia, en un prado enverdecido por los reflejos de un sol amable, cuando oí un alboroto sobre mi cabeza.

Alcé la vista y, a través de las rejas, vi cinco pájaros que no cesaban en su griterío. Me sorprendió escuchar diferentes tipos de sonidos, destacando el de unas cotorras, aunque, por suerte, no atisbé a presentir el silencio de ningún ave rapaz, tan frecuentes últimamente por estos lugares.

No se de dónde regresaban ni a dónde iban. Solo se que creí que me miraban, que sobrevolaban mi jaula haciendo alusiones a mi encierro. De pronto, entre el aleteo de sus alas, creí reconocer un rostro familiar, unos ojos redondos y ligeramente almendrados. Me alboroté, tratando de llamar su atención, revoloteando por toda la jaula, golpeándome y lastimándome hasta que, al cabo de unos minutos, exhausto, me detuve a recobrar aliento. Tras intentar recuperar una pluma que inevitablemente ya se había desprendido de mi cola, volví a mirar al cielo.

Los pájaros ya no estaban, en cambio, pude contemplar cómo el sol, que antes brillaba, creando hermosos reflejos en el agua de mi bañera, había quedado oculto tras una nube. Fastidiado, me asenté en mi barrote favorito a contemplar, como tantas otras veces, esa parte de mi jaula en que las rejas estaban desgastadas por el tiempo y que no me atrevía a picotear, por si cedían.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Smog


Ella, absorta en sus divagaciones. Cargando una serie de preocupaciones vanas, de cosas inacabadas, joven, o no tanto. Él, para quien no ha llegado el verano, portando una especie de gabán roído, a juego con su barba descuidada. Se encuentran solos en el parque de tierra con cipreses a los lados y algún triste abeto. Una niebla incrédula atraviesa el bochorno, y ella siente el sudor frío agarrándose a su ánimo. Los polígonos industriales se han llenado de huelgas y ella no ha salido nunca de su ciudad. Podría ser Londres, pero no lo es. 

Él la aborda por la espalda y le pide dinero para un cartón de vino, sin tapujos, sin excusas. La pilla desprevenida.
“¿Me darías 50 céntimos para beber?”
Le sorprende su sinceridad. No tiene hambre, solo un intenso deseo etílico.
“No llevo nada suelto”
Lo observa como quien mira una certeza, la de la miseria obstruyendo el júbilo vacacional. La soledad es más cruda en medio del verano, desnuda, sin cartón.

Se oye un alboroto, un grupo de adolescentes atraviesa el invierno irreal del parque. Ella se avergüenza de su propia miseria morbosa, que no precisa de pedir limosna. Mira sus brazos y unas mangas del color de la gabardina empiezan a tejerse ante sus ojos. Trata de sacudirlas agitándose en espasmos. Acude a su encuentro un policía:
“¿Puedo ayudarla, señorita?”
Una pareja de enamorados se detiene cerca a curiosear.
“No, gracias”. No le gustan los policías.

Vuelven a quedarse a solas. Él la mira, su barba ha crecido en pocos minutos.
"¿Puedo ayudarte en algo?"
El mendigo le está ofreciendo ayuda y se siente más cerca de él que del policía, que de los enamorados, que de cualquiera de los árboles del paseo.