sábado, 20 de diciembre de 2014

Hoy que no llueve


Me ha llamado la atención la sonrisa de una chica de anuncio bajo un paraguas. Su supuesto éxtasis no se parece al de un niño feliz por chapotear sobre los charcos. Nadie lleva un vestido de verano y tacones como si nada cuando la calle es un barrizal. No todo el mundo puede bailar bajo la lluvia como Gene Kelly. Y solo se me ocurren dos motivos para quedarse bajo la tormenta: el amor o el desamor. Y en ambos casos, al final, siempre, hay que volver a casa. Toda pieza musical tiene principio y fin.

¡Ah! La publicidad. Desearíamos ser limpios y perfumados, pero la vida conlleva muchos momentos pringosos, viscerales, húmedos y febriles. Nada es tan pulcro como salir de la ducha, cuando, incluso, puedes tomar conciencia del pringue que llevas en tu piel al leer la composición química de cualquier gel.

Yo nunca me siento tan limpia como recién emergida de las aguas marinas. Pero no al modo de la chica aséptica del anuncio; la sal del mar, con toda su carga orgánica y mineralística, crea una segunda capa de nutrientes marinos sobre mi piel. Estoy salada y más tarde pegajosa. Yo no uso las duchas de la playa. Quiero sal, voy al mar y quiero ser mar hasta el reencuentro con el pringue químico-aromático de mi gel de ducha. Entonces, soy un poco la chica del anuncio, hasta que sudo, se me encrespa el pelo y me pica un mosquito y me rasco sin compasión. Soy un poco primitiva en ese aspecto.

A veces quiero ser la chica del anuncio y hacerme una foto en sepia en una vía muerta de tren. Y la haré, porque me resulta motivadora esa posibilidad que nos brindan las redes sociales de tener un book. Pero imagino que mi sonrisa será real, así, para dentro, como me río yo. O como se ríe Gene Kelly bailando bajo la lluvia.

Será para mí, o para ti. La pondremos en el despacho que no tenemos porque trabajamos al pie de calle, tú en lo tuyo y yo en lo mío. No tenemos trabajos asépticos.

La chica del anuncio. ¿De qué se ríe? Nadie ríe así, solo para posar. Y yo no sé posar. Yo quiero ser una india y bañar elefantes. Y jugar al balón con los niños y pintar nuestra casa, y que juguemos juntos, y que pintemos niños.

Aun así, un día me retrataré con paraguas, pero sin sonrisa fingida. También, lo haré, lo prometo, dejaré que la lluvia me cubra, solo por sentirla, en silencio primero, escuchándola y dejando que resbale, sin huir, en paz. Me apuesto lo que sea a que acabo con una sonrisa. Un día lo haré, como en Mi vida sin mí. Antes de que forme parte de una lista de cosas pendientes, antes de que llegue un momento en que, como la chica del anuncio, sonría, y no sepa por qué.

jueves, 16 de octubre de 2014

La mano en la caja


Les han robado los ahorros de toda una vida, las pesetas, como ellos les llaman. Como en el inconsciente le resuenan a cualquiera, nadie sabe lo que es un euro, salvo el hecho simbólico en el que se transformó el todo a cien, el baremo de referencia de la mitad de la población. Y Europa. Europa era París, y aquel viaje de novios de hace tantos infinitos años, por ser afortunados y haber tenido un familiar lejano que les alojó por unos días. El tiempo pasa deprisa, pero cincuenta años son muchos. Décadas de amor y trabajo, sacrificio y sueños concentrados en una pensión para el futuro. Qué lejos la maleta de cartón, el tren de los inmigrantes, la boda y el restaurante pagado con esfuerzo. Los hijos y las penurias. Qué antiguo el blanco y negro. Y sin embargo, nunca lo han olvidado. Les han robado todo, los hombres de las corbatas, los ladrones consentidos, en los que la justicia no aplica ley; en cambio, a él nunca se le habría ocurrido meter la mano en la caja de la fábrica. No vienen del pasado porque ellos alimentan a los hijos del futuro, sin trabajo, sin casa. El tren y la maleta de cartón vuelven a su memoria, y se preguntan, donde quedaron todos aquellos sueños, si en el sesenta y cinco ya estaban en el punto de mira, cuando el sudor de su trabajo iba a servir para el lucro de los poderosos, impunes. Cómo duelen cincuenta años de traición. Sinvergüenzas les llama su mujer.

martes, 8 de julio de 2014

Jonás y el humo de la postergación

Apoyado sobre su vieja mesa de trabajo sucedía los cigarros en su boca como si al aspirar el humo pudiera saborear sus propias promesas incumplidas.
El sudor que no procedía del amor ni del trabajo, el sueño no dormido, el despertar no consumado.
Miraba el reloj de pared y en él contemplaba las necesidades creadas que tanto le habían despistado, así como otros tantos valores en alza del mundo moderno.

Divagó largamente por un arduo camino deletreando sus errores.

Tramaba la estrategia de escribirse a sí mismo desde el futuro, o, quizás invertir el proceso, pronunciar desde el presente las instrucciones hacia alguien que quisiera ser, o tal vez era, tras el maldito influjo de Jonás.

Soñaba sentir que todo lo que anhelaba podía pertenecerle, las notas que un día dejó para más tarde, al igual que se amontonaban los libros en varios lugares estratégicos.

Trataba de salvar esas líneas sin remitente y sin conocer el destino. Luchaba por hallar una poción lingüística, un pensamiento no erróneo, para ese día, quizás para siempre.
Quería ser esa escena, y la recreaba bajo el manto de sus fantasmas.

A pesar del tiempo, y a pesar del humo, continuaba.

Unas palabras recién escuchadas rondaban su cabeza. Haz lo que amas o jamás dejará de perseguirte.


viernes, 20 de junio de 2014

SOBRE NINFAS Y CARCASAS

De un tiempo a esta parte la cigarra anda revuelta. Tiene prisa, pero siempre la tuvo. De hecho tuvo tanta que, en su afán por mirar el reloj cual conejo blanco apresurado creía llegar tarde a todas partes. Y lo hacía, eso sí. Se le amontonaban las tareas enredada en la prisa, y los años pasaban, y creía llegar tarde.

Un día cualquiera de lluvia, desplazarse se convirtió... en una tarea penosa para alguien demasiado delgado bajo una envoltura tan gruesa. Su carcasa se había ido fortaleciendo con los asuntos postergados, los designios ajenos, las palabras calladas, los deseos frustrados. La cigarra vagaba por el bosque, y creía llegar tarde. Fue entonces cuando sucedió algo inesperado. Absorta en sus pensamientos tropezó con una rama y su cáscara quedó enganchada abriendo una pequeña hendidura en el tejido semitransparente.

Aterrada, luchó durante horas por reestablecer la membrana, taparla, coserla, cubrirla, no dejar un resquicio que insinuara el ser que albergaba allí oculto. Le asustaba no ser reconocida, pasearse con sus nuevas alas y que alguien le dijera “¿y tú quién eres?” O algo peor aún, que un caminante cualquiera le recordara quién fue, o que un reloj la alertara acerca de la hora.

La cigarra seguía teniendo miedo de mostrarse tal cual era y de llegar tarde a la fiesta de alguna suerte de reina vengativa. Sin saber que no existía tal monarca, y que, por mucho que se opusiera, ya no podría invertir el proceso que, sin retorno, su vaina recién rasgada había iniciado.

martes, 3 de junio de 2014

Intervalo de tres minutos


Hace sol hoy en el paseo. Mientras vuelo, diviso un hombre sentado al lado de su perro, aún a salvo del río de pintores que avanzan restaurando los bancos al tiempo que alertan con un “Ojo, recién pintado”. Siempre habrá quien plante un dedo para comprobar su veracidad.

El hombre recoge las colillas que tiene bajo su asiento, y el perro se ve feliz. Más adelante una mujer latinoamericana le hace la cera del bigote a la señora mayor que tiene a su cargo. Antes, otra cuidadora dejaba que el delgado anciano encorvado con gorra de las de antes le tocara el brazo más rato de la cuenta. Hay muchas sillas de ruedas en el paseo; la edad, el tiempo que delata que en verdad no somos nada de ese aspecto externo, sino que vemos una mentira a la que no deberíamos hacer demasiado caso.

Chavales de instituto, bocadillos empezando a abrirse, bicicletas. Parados que se esconden en las oficinas grises, tras ellas, en los recovecos de formularios por internet, otras, alguno, se escapa a la playa, sin poder cubrir el color ceniza de la desesperanza.

Una chica-mujer joven, imposible determinar la edad, llama en intervalos de tres minutos a alguien que debe ser su mascota, algo tipo “Tuqui” o “Cripi”. —¡Cripi, Cripi!— le llama. Ha perdido a su perro, y quizás eso sucede cada día. Triste sería oír llamar a un tal “Juan” o “Rafa”, aunque seguro que por la noche, en alguna habitación, hay sollozos de ese tipo. Puedes llamar a un perro por la calle pero no a un amor perdido, al igual que a una mascota se le toleran las actitudes dependientes que un ser humano debe erradicar.

La vida brota por las calles en forma de mil edades y mil miserias y alegrías, nimias o enormes.

Más adelante, cerca del mar, diviso los edificios altos, y algún Mercedes brillante que su dueño no aparca cerca de los barrios obreros. Todo brilla en la costa, los vidrios, los cabellos, incluso la tristeza obtiene un alto grado de tregua y una vieja bicicleta puede romper el retrovisor de un coche de alta gama. Cuántas terapias se ahorrarían pudiendo mirar el mar cada día.

Una furgona de los Mossos d’Esquadra irrumpe inoportuna en el paisaje de la playa. Absurda y ridícula; con la violencia inherente en sus formas; con decenas de reojos de reproche. Ya nadie cree que les protegen.

Veo desde arriba cómo la gente lucha por escalar las horas, mientras lejos, donde no alcanzo a llegar volando, alguien prepara una ceremonia donde no hay perros perdidos, ni colillas, ni cera tibia del súper, cuidadoras en precario, institutos públicos, desempleo, esperanza-miedo en intervalos de tres minutos.

Nunca han bajado a la calle, solo han vivido en las cumbres de la historia, donde la palabra vida tiene otras connotaciones, donde los obreros son un acontecimiento imprevisto, lejano, inoportuno. Días después, si nada cambia, sobre los bancos recién pintados, ya secos, con la huella del osado de turno, alguien abrirá una revista para ver un vestido de reina inalcanzable, y aceptará, subyugado, ser súbdito de la desigualdad más reprochable.

http://demasiados-nombres.blogspot.com.es/2011/05/divagacion-principesca.html

sábado, 1 de febrero de 2014

Ríes



Tu voz resuena en algún lugar a mi espalda, y, como tantas otras veces, de forma inexplicable, detiene el tiempo.

Hablas por teléfono. Me pregunto si los demás se dan cuenta de lo sexy que es tu risa. Es un solo de tambor, que acompasa sus otros latidos sintonizando conmigo en un lugar que no ubico, alternando mi corazón y mi sexo. Como el eco de una gota cayendo en una caverna. Honda. Penetra en mí.

He dejado mis tareas para situarme cómodamente a escucharte. Temo que creas que vigilo tu conversación, que un arrebato curioso me ha situado expectante en el sillón, a hacer ver que busco algo entre el montón de revistas.

Pero me sonríes y respiro aliviada.

Cierro los ojos para reconocer cada matiz. Un jolgorio infantil que me alborota en cualquier sitio, cien niños riendo una travesura. Otras veces, una risa honda de hombre barbudo me haría imaginarte en una taberna entre jarras de cerveza e instrumentos de viento.
A veces tintineos de coquetería me asustan brevemente.

Pero entre todos, uno, la risa involuntaria tras el gemir ronco. Fuerte y desprotegido al mismo tiempo, suenas como violento y asustado. Tanto como la breve carcajada que te sorprende a ti mismo regresando para besar mi rostro y reír, los dos, al unísono.

Cuelgas el teléfono y te ríes al creer que me he dormido.