Allí me detuve un tiempo hasta que decidí proseguir el
camino; comprobé la hora y pensé que, ya puestos, merecía la pena pasear por el
puerto hasta la Barceloneta. Alcé la vista hacia el funicular de Montjuic y me
percaté de que nunca había subido en ese cachivache y que nunca lo voy a hacer.
No me fio de algo que se tambalea en el aire, de una cabina que pende de un
hilo; yo, al menos, así lo percibo y la mayor parte de las cosas son una
cuestión de percepción, aunque le llamen perspectiva. Con los pies en la
tierra, también hay muchas estancias y permanencias que penden de un hilo. Al
bajar la vista de nuevo, dejé de esquivar el recuerdo de un banco de piedra: el
lugar donde me había sentado tantas veces ya no existía. El vacío donde se
ubicaba sí, el vacío es inamovible. Me fui de allí enseguida, casi huyendo, por
no traicionar al presente. Por suerte, hace poco un nuevo sueño parece estar
poniendo la primera pieza de algo que debe estar en su lugar, aunque no sea el
banco, aunque ahora sean de tablas de madera que se rompen con el tiempo.
Vi los barcos antes de percibir el olor a mar. Primero lo
pensé y después percibí el aroma. Pienso que la percepción funciona así, en una
espiral que se retroalimenta y en la que no se sabe qué va primero, si la
lágrima o la tristeza aunque a mí en la facultad me enseñaron que primero uno
llora para luego ponerse triste, al darse cuenta del húmedo y salado elemento resbalando por las mejillas.
Una paloma descansa en la sombra, así como reposan los
pájaros, aplastados como cuando están enfermos o incuban un huevo.
Me fascinan las aves.
El presente se cansaba de quedar relegado y apresuré el paso, me
detuve ante una estatua de Joan Salvat Papasseit y después en otra titulada La
parella. Sin brazos, compartían espacio, como muchos de los abrazos (losa-brazos) -me
apetece jugar con las palabras- que hemos dado.
Vi los catalejos que tanto me gustaban de niña pero no miré
a través de ellos. Creo que debe costar un euro hacerlo, tal vez dos. De
pequeña también me irritaba que hubiera que pagar dinero para ver a través de
ellos, al tiempo que me preguntaba si, mirando por el lado opuesto, podrías ver
el mundo invertido o avistar, quién sabe, algún lugar imaginario, y encima,
gratis. Lo intenté muchas veces, pero esta vez me dio vergüenza.
Mientras hacía fotos me sentía una turista pero no lo soy. A
los turistas se los reconoce por la forma de vestir y me pregunto si nosotros,
en el extranjero, nos vestimos diferente.
La vida arde y no se detiene y si no fuera por el sol,
habría esquivado este alud de pensamientos o me habría vestido diferente, de
turista francesa por ejemplo, para que el recuerdo no permaneciera en la ropa
al volver a casa.
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