lunes, 27 de julio de 2015

Metralla

Uno debería escribirlo todo, páginas y páginas manuscritas donde la tinta fuera la simiente de un exorcismo. Para que ningún pensamiento acabara sus días enmarañado en la compleja red sináptica de la tristeza, o en la del miedo.

Transformarse en trazo, mil veces antes que hablar, que aprovechar la gratuidad veloz de la lengua; antes, incluso, del momento ya crítico en que las palabras se agolpan en la traquea, retenidas como bola de carne cuyos filamentos pugnan por alcanzar el pecho, clamando por salir de ese encierro que abrasa.

Uno, entonces, debería adelantarse al impulso y escribirlo siempre todo.
Ejercitarse en la veloz tarea de retener el concepto sin aguantar la respiración, de tener la sangre fría y la valentía de mirar fijamente a los ojos del lobo, encarnado en sus múltiples formas.
Uno debería poder, al escribir, aniquilarlo.

Uno debería poder ser pacífico y aplicar una justicia elegante, un descaro ficticio, una santa venganza, una heroica hazaña para salir victorioso del ataque de las fieras.

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