Pero ha vuelto el camión del butano, durante unos años se transfiguró en carro de cuatro bombonas. Pero hoy lo he visto, tan grande como cuando yo salía a recibirlo y me daba vergüenza lanzar el grito inmundo. La vecina llamando al butanero, piso y puerta voz en grito, y ella tenía gas, yo lo sé. Fuera de los suburbios todo es más llano, políticamente correcto, pausado, ordenado y lleno de formularios. Pero en la calle gris donde la corriente de aire es más grave y los perros saltan sobre los semáforos caídos las heridas se muestran abiertas.
Dentro de muchas casas crecieron universitarios, se dieron clases, se cosieron letras, se barnizaron sueños. Y hoy, poco a poco, uno vuelve a ver recortadas las alas de aquel futuro que parecía tan lejos pero tan bello.
Parece que la humanidad avanza a ritmo de desenredar lo alcanzado, y los pasos se vuelven tan lentos que uno parece caminar hacia atrás. Y en ese punto las desilusiones duelen por triplicado, creciendo al mismo ritmo exponencial que el tamaño del transporte de butano a los bloques.
Luego están los niños, que duelen más que lo propio, y algunos cúmulos de incomprensión humana que uno ha aprendido a ver bajo una luz diferente. Y así, poco a poco, uno va fraguando su ideología, su opción, al tiempo que abandona las creencias que no le sirvieron, y donde las campanadas de la iglesia no le resultan distinguibles de los nuevos ritmos que interpretan los butaneros.
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