miércoles, 4 de febrero de 2015

Balcones

Han vuelto los camiones de butano a los barrios, se une su tintineo al del afilador que sí, aún transita por la periferia junto al tapicero ambulante que clama por el megáfono a las amas de casa inexistentes, porque ya nadie sabe qué secretos alberga cada hogar tras los balcones, desempleados escondidos, avergonzados, y algunas cajas de mudanza que no acabarán de llenarse por la rabia. Y en este punto, lo de menos es el mensaje sexista del vendedor de ajos o la podredumbre que destila el órgano a cuyo ritmo sube la cabra la escalera.

Pero ha vuelto el camión del butano, durante unos años se transfiguró en carro de cuatro bombonas. Pero hoy lo he visto, tan grande como cuando yo salía a recibirlo y me daba vergüenza lanzar el grito inmundo. La vecina llamando al butanero, piso y puerta voz en grito, y ella tenía gas, yo lo sé. Fuera de los suburbios todo es más llano, políticamente correcto, pausado, ordenado y lleno de formularios. Pero en la calle gris donde la corriente de aire es más grave y los perros saltan sobre los semáforos caídos las heridas se muestran abiertas.

Dentro de muchas casas crecieron universitarios, se dieron clases, se cosieron letras, se barnizaron sueños. Y hoy, poco a poco, uno vuelve a ver recortadas las alas de aquel futuro que parecía tan lejos pero tan bello.

Parece que la humanidad avanza a ritmo de desenredar lo alcanzado, y los pasos se vuelven tan lentos que uno parece caminar hacia atrás. Y en ese punto las desilusiones duelen por triplicado, creciendo al mismo ritmo exponencial que el tamaño del transporte de butano a los bloques.

Luego están los niños, que duelen más que lo propio, y algunos cúmulos de incomprensión humana que uno ha aprendido a ver bajo una luz diferente. Y así, poco a poco, uno va fraguando su ideología, su opción, al tiempo que abandona las creencias que no le sirvieron, y donde las campanadas de la iglesia no le resultan distinguibles de los nuevos ritmos que interpretan los butaneros.





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