martes, 3 de junio de 2014

Intervalo de tres minutos


Hace sol hoy en el paseo. Mientras vuelo, diviso un hombre sentado al lado de su perro, aún a salvo del río de pintores que avanzan restaurando los bancos al tiempo que alertan con un “Ojo, recién pintado”. Siempre habrá quien plante un dedo para comprobar su veracidad.

El hombre recoge las colillas que tiene bajo su asiento, y el perro se ve feliz. Más adelante una mujer latinoamericana le hace la cera del bigote a la señora mayor que tiene a su cargo. Antes, otra cuidadora dejaba que el delgado anciano encorvado con gorra de las de antes le tocara el brazo más rato de la cuenta. Hay muchas sillas de ruedas en el paseo; la edad, el tiempo que delata que en verdad no somos nada de ese aspecto externo, sino que vemos una mentira a la que no deberíamos hacer demasiado caso.

Chavales de instituto, bocadillos empezando a abrirse, bicicletas. Parados que se esconden en las oficinas grises, tras ellas, en los recovecos de formularios por internet, otras, alguno, se escapa a la playa, sin poder cubrir el color ceniza de la desesperanza.

Una chica-mujer joven, imposible determinar la edad, llama en intervalos de tres minutos a alguien que debe ser su mascota, algo tipo “Tuqui” o “Cripi”. —¡Cripi, Cripi!— le llama. Ha perdido a su perro, y quizás eso sucede cada día. Triste sería oír llamar a un tal “Juan” o “Rafa”, aunque seguro que por la noche, en alguna habitación, hay sollozos de ese tipo. Puedes llamar a un perro por la calle pero no a un amor perdido, al igual que a una mascota se le toleran las actitudes dependientes que un ser humano debe erradicar.

La vida brota por las calles en forma de mil edades y mil miserias y alegrías, nimias o enormes.

Más adelante, cerca del mar, diviso los edificios altos, y algún Mercedes brillante que su dueño no aparca cerca de los barrios obreros. Todo brilla en la costa, los vidrios, los cabellos, incluso la tristeza obtiene un alto grado de tregua y una vieja bicicleta puede romper el retrovisor de un coche de alta gama. Cuántas terapias se ahorrarían pudiendo mirar el mar cada día.

Una furgona de los Mossos d’Esquadra irrumpe inoportuna en el paisaje de la playa. Absurda y ridícula; con la violencia inherente en sus formas; con decenas de reojos de reproche. Ya nadie cree que les protegen.

Veo desde arriba cómo la gente lucha por escalar las horas, mientras lejos, donde no alcanzo a llegar volando, alguien prepara una ceremonia donde no hay perros perdidos, ni colillas, ni cera tibia del súper, cuidadoras en precario, institutos públicos, desempleo, esperanza-miedo en intervalos de tres minutos.

Nunca han bajado a la calle, solo han vivido en las cumbres de la historia, donde la palabra vida tiene otras connotaciones, donde los obreros son un acontecimiento imprevisto, lejano, inoportuno. Días después, si nada cambia, sobre los bancos recién pintados, ya secos, con la huella del osado de turno, alguien abrirá una revista para ver un vestido de reina inalcanzable, y aceptará, subyugado, ser súbdito de la desigualdad más reprochable.

http://demasiados-nombres.blogspot.com.es/2011/05/divagacion-principesca.html

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