Ella, absorta en sus divagaciones.
Cargando una serie de preocupaciones vanas, de cosas inacabadas,
joven, o no tanto. Él, para quien no ha llegado el verano, portando
una especie de gabán roído, a juego con su barba descuidada. Se encuentran solos en el parque de
tierra con cipreses a los lados y algún triste abeto. Una niebla
incrédula atraviesa el bochorno, y ella siente el sudor frío
agarrándose a su ánimo. Los polígonos industriales se han llenado
de huelgas y ella no ha salido nunca de su ciudad. Podría ser
Londres, pero no lo es.
Él la aborda por la espalda y le pide
dinero para un cartón de vino, sin tapujos, sin excusas. La pilla
desprevenida.
“¿Me darías 50 céntimos para
beber?”
Le sorprende su sinceridad. No tiene
hambre, solo un intenso deseo etílico.
“No llevo nada suelto”
Lo observa como quien mira una
certeza, la de la miseria obstruyendo el júbilo vacacional. La
soledad es más cruda en medio del verano, desnuda, sin cartón.
Se oye un alboroto, un grupo de adolescentes atraviesa el invierno irreal del parque. Ella se avergüenza
de su propia miseria morbosa, que no precisa de pedir limosna. Mira
sus brazos y unas mangas del color de la gabardina empiezan a tejerse
ante sus ojos. Trata de sacudirlas agitándose en espasmos. Acude a su
encuentro un policía:
“¿Puedo ayudarla, señorita?”
Una pareja de enamorados se detiene
cerca a curiosear.
“No, gracias”. No le gustan los
policías.
Vuelven a quedarse a solas. Él la
mira, su barba ha crecido en pocos minutos.
"¿Puedo ayudarte en algo?"
El mendigo le está ofreciendo ayuda y se siente más cerca de él que del policía, que de los enamorados, que de cualquiera de los árboles del paseo.
"¿Puedo ayudarte en algo?"
El mendigo le está ofreciendo ayuda y se siente más cerca de él que del policía, que de los enamorados, que de cualquiera de los árboles del paseo.
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