miércoles, 7 de agosto de 2013

Smog


Ella, absorta en sus divagaciones. Cargando una serie de preocupaciones vanas, de cosas inacabadas, joven, o no tanto. Él, para quien no ha llegado el verano, portando una especie de gabán roído, a juego con su barba descuidada. Se encuentran solos en el parque de tierra con cipreses a los lados y algún triste abeto. Una niebla incrédula atraviesa el bochorno, y ella siente el sudor frío agarrándose a su ánimo. Los polígonos industriales se han llenado de huelgas y ella no ha salido nunca de su ciudad. Podría ser Londres, pero no lo es. 

Él la aborda por la espalda y le pide dinero para un cartón de vino, sin tapujos, sin excusas. La pilla desprevenida.
“¿Me darías 50 céntimos para beber?”
Le sorprende su sinceridad. No tiene hambre, solo un intenso deseo etílico.
“No llevo nada suelto”
Lo observa como quien mira una certeza, la de la miseria obstruyendo el júbilo vacacional. La soledad es más cruda en medio del verano, desnuda, sin cartón.

Se oye un alboroto, un grupo de adolescentes atraviesa el invierno irreal del parque. Ella se avergüenza de su propia miseria morbosa, que no precisa de pedir limosna. Mira sus brazos y unas mangas del color de la gabardina empiezan a tejerse ante sus ojos. Trata de sacudirlas agitándose en espasmos. Acude a su encuentro un policía:
“¿Puedo ayudarla, señorita?”
Una pareja de enamorados se detiene cerca a curiosear.
“No, gracias”. No le gustan los policías.

Vuelven a quedarse a solas. Él la mira, su barba ha crecido en pocos minutos.
"¿Puedo ayudarte en algo?"
El mendigo le está ofreciendo ayuda y se siente más cerca de él que del policía, que de los enamorados, que de cualquiera de los árboles del paseo.


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