Ha llegado septiembre y observo cómo la mujer se ha abatido en un océano de ropas negras. Negro es mi plumaje en todas las estaciones, así lo es el suyo también, aun cuando el primer lunes lluvioso del otoño la descubrí anhelando vestidos floreados y vidas vividas, al tiempo que una fuerza de la gravedad la sumía, paradójicamente, en un vértigo a las alturas.
Mis alas se despliegan en mi breve espacio, así las suyas.
Hoy, la he visto atareada, despertándose con el sol y, aún dubitativa, comenzando a andar en una nueva dirección, recordando brevemente aquello que un día le dije:
—En verdad los humanos poseéis un sistema de orientación similar al de los pájaros en bandadas. No es un concepto romántico tomar como brújula el magnetismo del corazón, dejarse guiar por el ritmo de las pulsaciones, por la sensación de paz o de inquietud que te generan las decisiones en el instante de consumarlas. Tomar el cerebro como el complejo y bobo engranaje activado por los deseos.
Ningún pájaro vuela en el pasado, no por convicción espiritual, sino por una necesidad de los pulmones. Solo puedes respirar en el presente, el ser humano está diseñado para eso. Y yo también.
Así que esta mañana de septiembre, al verla salir tan temprano, creí atisbar en ella un tímido, breve y aún muy transparente, aleteo. Y supe que empezaba, poco a poco, a entender.
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