Había olvidado las estatuas humanas de La Rambla, aunque
olvidar no es la palabra más precisa; de hecho, había acaecido más bien un
proceso de economía mental, así funcionan los recuerdos. ¿Para qué tener
presentes todos los retazos de memoria? De niños, podemos subir a caballo de
cualquier nube porque no nos apremia el reloj, ese que toda la vida había
tenido forma de espiral para, de repente, en la edad adulta, convertirse en una
carrera contra el tiempo en el que la carne y los cuchicheos se inmiscuyen en
la trayectoria, como si todo lo que una vez soñaste ya no importara. Solo lo
establecido, solo la biología, solo cualquier forma hostil de hipotecarse. De
niños, tampoco tenemos tanto que recordar o que olvidar. Pero aquel día me daba
igual todo eso, es lo que ocurre cuando el verano despunta, que las agujas del
reloj pierden el norte. Me detuve a contemplar las estatuas humanas y recordé
lo importante que fueron cuando era pequeña, porque eran inexplicables y
porque, también, me recordaban que la vida no era igual para todos. Tiempo
después su contemplación me producía una cierta tristeza hasta este día que
narro en que me descubrí sorprendida por aquella especie de Cleopatra y un monstruo
de fantasía. No los fotografié porque no tenía pensado darles dinero y de un
tiempo a esta parte, respeto mucho el trabajo de los artistas.
Creí que había llegado el momento de marcharme. Algo me
detenía y no quería volver aún a casa. ¿Cuánto tiempo hacía que no me había
dedicado a vagar por cualquier sitio? Siempre pendiente de la hora. Miré un
poco más allá y vi la estatua de Colón y fue como cuando era niña, cuando no
sabía nada sobre imperialismo y ni siquiera podía ubicar el continente
americano. Desconozco si me hablaron sobre ello en el colegio; de todas formas,
en la escuela no se aprende casi nada. A leer y a escribir sí, aunque eso lo
habría hecho yo de todas formas. Fue mi abuelo quien me enseñó a multiplicar,
del mismo modo que obraba una mágica aritmética con el jabón de estraperlo. Colón
era un dedo que salió en una serie. Pensé en el tiempo que hacía que no me
acercaba por ahí y algo en mi cerebro removió la memoria para situarme de
pronto en un recuerdo, en unos días que duraron años. Mis pies titubearon,
además el sol rabiaba y me apabullaba del mismo modo que abría los sentidos. Crucé
la calle y sin proponérmelo aterricé en mis dieciséis años. Esa fue la última
vez que me senté ahí, casi puedo asegurarlo. Entre dos leones, una conversación
adolescente que los tiempos nuevos han borrado. Hablábamos sobre el amor, sobre
aislarse, sobre los viajes que íbamos a hacer, mientras mis ojos deambulaban
por otros lugares, cercanos, de paseos tranquilos, sin más billete que la
divagación. Me reafirmo en que esa es mi afición favorita. Y sospecho que hoy
en día, tendría la misma conversación y mi mente viajaría por los mismos lugares.
Continuará, mientras el reloj detiene por unos días lo único
importante.
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